domingo, 18 de marzo de 2012

(...)

La puerta se abrió y nos trajeron la comida. A Nagasawa le sirvieron pato asado y, delante de Hatsumi y de mí, en sendos platos, dejaron las lubinas. De acompañamiento había verduras cocidas regadas con salsa. Los camareros se retiraron de inmediato. Nagasawa cortó el pato con el cuchillo, comió con apetito y bebió whisky. Yo comía espinacas. Hatsumi aún no había probado bocado.

—Watanabe, no sé a qué circunstancias te refieres, pero no creo que este comportamiento sea propio de ti. ¿Qué opinas?

La chica posó las manos sobre la mesa y fijó su mirada en mí.

—No lo sé —dije—. A veces yo también lo pienso.

—¿Por qué lo haces?

—Porque a veces necesito calor —volví a reconocer—. Si no tengo la calidez de una piel me siento muy solo.

—En resumen —intervino Nagasawa—. Watanabe está enamorado de una chica pero, dadas las circunstancias, no puede acostarse con ella. Por eso ha decidido que sólo busca sexo. ¿Qué hay de malo en eso? Tiene su lógica. No tiene por qué encerrarse en casa y estar todo el día masturbándose.

—Pero, si realmente quieres a esa chica, podrías aguantarte, ¿no es cierto, Watanabe?

—Tal vez sí. —Me llevé a la boca un trozo de lubina bañado en salsa.

—Tú no entiendes el deseo sexual masculino —le espetó Nagasawa a Hatsumi—. Yo, por ejemplo, llevo saliendo contigo tres años y, además, he estado acostándome todo el tiempo con otras mujeres. Pero de ésas ni me acuerdo. Ni sé cómo se llaman, ni recuerdo sus caras. Jamás me acuesto con la misma chica más de una vez. Las conozco, me acuesto con ellas y me marcho. Nada más. ¿Qué hay de malo en ello?

—No soporto tu arrogancia —replicó Hatsumi con voz áspera—. No se trata de que te acuestes con otras. Que yo sepa, hasta ahora no me he enfadado nunca por tus devaneos...

—A eso no puede llamársele «devaneos». No es más que un juego. No hago daño a nadie —se defendió Nagasawa.

—A mí sí me lo haces —dijo Hatsumi—. ¿Por qué no tienes bastante conmigo?

Nagasawa permaneció un rato en silencio, removiendo el whisky en su vaso.

—No se trata de que no me baste contigo, sino de algo muy distinto. En mi interior hay una especie de sed que tengo que saciar. Y, si esto te hiere, lo siento mucho. Yo soy así. Tengo que vivir con esta sed. Esta ansia define mi vida. No puedo evitarlo.

Por fin, Hatsumi tomó el tenedor y el cuchillo y empezó a comer la lubina.

—Por lo menos, podrías dejar en paz a Watanabe.

—Watanabe y yo nos parecemos, no creas —continuó Nagasawa—. Los dos somos incapaces de interesarnos por nadie más que no sea nosotros mismos. Dejando de lado que uno sea arrogante y el otro no. A ambos sólo nos interesa qué pensamos, qué sentimos, qué hacemos. Por eso no podemos pensar en nadie más. Esto es lo que a mí me gusta de él. Pero todavía no tiene plena conciencia de ello y a veces duda, se siente herido.

—¿Hay algún ser humano que no dude y no se sienta herido? —reflexionó Hatsumi—. ¿Estás diciéndome que tú jamás has dudado ni te has sentido herido?

—Es obvio que yo también dudo y me siento herido. Pero esto, con disciplina, puede mitigarse. Incluso las ratas aprenden a elegir el circuito donde reciben menos descargas eléctricas.

—Pero las ratas no se enamoran.

—«Las ratas no se enamoran» —repitió Nagasawa, y me miró—. ¡Qué bonito! Quiero música ambiental. Una orquesta con dos arpas...

—No me tomes el pelo. Estoy hablando en serio.

—Ahora estamos comiendo —dijo Nagasawa—. Además, Watanabe está presente. Sería conveniente que dejaras el tema para otra ocasión.

—¿Me voy? —pregunté.

—No, quédate. Es mejor —me rogó Hatsumi.

—Ya que has venido, tómate el postre —añadió Nagasawa.

—No me importa irme...

Terminamos nuestros platos en silencio. Yo comí la lubina, Hatsumi dejó media en el plato. Nagasawa hacía rato que bebía whisky.

—La lubina estaba buenísima —comenté con ánimo de romper el hielo, pero nadie respondió. Fue como si hubiera arrojado una piedra en un pozo.

Nos retiraron los platos y nos trajeron un sorbete de limón y una taza de café a cada uno. Nagasawa apenas los tocó y enseguida encendió un cigarrillo. Hatsumi ni los probó. Yo comí el sorbete y bebí el café mientras me decía para mis adentros: «¡Vaya!». Hatsumi se entretenía contemplando sus manos, que descansaban sobre la mesa. Estas —al igual que todo en ella— eran elegantes y refinadas. Pensé en Naoko y en Reiko. ¿Qué estarían haciendo en aquellos momentos? Naoko debía de estar leyendo tumbada en el sofá y Reiko tocando Norwegian Wood con la guitarra. Me poseyó un violento deseo de volver a su pequeña habitación. ¿Qué hacía yo allí?

—Watanabe y yo nos parecemos en que ninguno de los dos buscamos que los demás nos comprendan —insistió Nagasawa—. En esto somos diferentes del resto de la gente. La gente se desvive buscando la comprensión de quienes les rodean. Pero yo no, y Watanabe, tampoco. No nos importa que los demás no nos entiendan. Pensamos que «uno» es «uno», y los «demás» son los «demás».

—¿Eso crees? —me preguntó Hatsumi.

—¡Qué va! —exclamé—. Yo no soy tan fuerte. A mí me importa que me entiendan. Hay personas a quienes quiero comprender y que quiero que me comprendan. Hasta cierto punto, pienso que es inevitable que el resto de la gente no lo haga. Ya me he hecho a la idea. Así que no me ocurre lo mismo que a Nagasawa, a quien no le importa que no le entiendan.

—Es lo mismo que yo decía. —Nagasawa tomó la cucharilla del café—. Muy parecido. Tan distinto como desayunar tarde o almorzar temprano. Comes lo mismo, a la misma hora, sólo difiere la manera de llamarlo.

—Nagasawa, ¿a ti no te importa saber si te comprendo? —le preguntó Hatsumi a Nagasawa.

—Me parece que no acabas de entenderlo. Si una persona comprende a otra es porque aquél es el momento propicio para que suceda, no porque ésta desee que la entiendan.

—O sea que cometo una equivocación cuando quiero que alguien me comprenda. Quiero que tú me comprendas, por ejemplo.

—No, no es una equivocación —respondió Nagasawa—. La gente lo llama amor. Este es tu caso, dado que quieres comprenderme. Pero mi tipo de vida es muy diferente al de la otra gente.

Hatsumi había despertado una parte de mí que llevaba largo tiempo durmiendo. Al darme cuenta, me sentí tan triste que se me saltaron las lágrimas. Ella había sido una mujer excepcional. Alguien hubiera debido salvarla.

Pero ni Nagasawa ni yo pudimos hacerlo. Hatsumi —como habían hecho muchos conocidos míos—, al llegar a cierto estadio de su vida, decidió sin más terminar con su existencia. Dos años después de que Nagasawa se marchara a Alemania, Hatsumi se casó con otro hombre y, pasados dos años, se abrió las venas con una cuchilla de afeitar. Fue Nagasawa quien me comunicó su muerte. Me escribió desde Bonn. «Con la muerte de Hatsumi, algo se ha perdido para siempre. Su pérdida es insoportablemente triste y amarga, incluso para mí.» Rompí la carta. Jamás he vuelto a escribirle.



Haruki Murakami, "Tokio Blues"

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