sábado, 26 de diciembre de 2009

Land Rover

Creo que en aquella época todos necesitábamos a alguien. Yo conducía un viejo Land Rover de ciudad en ciudad, de aduana en aduana y de costa a costa. No quería parar en ningún sitio. Tal vez sentía el deseo de algo nuevo, o, simplemente, quería sentir que mi vida se dirigía a alguna parte, no como antes, cuando sólo sabía ir en círculos.

Buscaba lugares, y personas. Personas a las que contar mi historia, personas que quisieran escucharme y seguirme en mi viaje.

Kate fue la primera de esas personas a las que encontré, y una de las últimas en irse...

Hacía autostop en plena carretera. Yo estaba pendiente, y fue gracias a eso como nos conocimos. Seguramente, de no haber sido así, no habría llamado lo más mínimo mi atención. Paré el coche y me quité las gafas de sol.

-¿A dónde vas?- pregunté

- A donde tú vayas.

La respuesta me cogió por sorpresa.

-Pero es que yo no tengo rumbo.

-Bueno, entonces yo tampoco.

Congeniamos rápidamente. He de reconocer que Kate no tardó en gustarme. Siempre se recogía el pelo en una coleta, y lucía un estilo aventurero bastante marcado en todo lo que llevaba, desde sus botas de montaña desgastadas hasta su melena salvaje. Kate, al igual que yo, no llevaba un rumbo fijo en la vida. Un buen día había dejado a una familia próspera, unos estudios de arquitectura superior, y a un novio con el que llevaba 4 años, y se había propuesto huir de todo, compartir rumbo con el primer coche que parara, e iniciar una nueva vida allá donde el destino la llevase. Ella siempre solía decir que no se arrepentía de lo que dejaba atrás, pero más de una vez la pillé acariciando la foto de un chico, mientras un par de lágrimas surcaban sus mejillas.

-No es nada- decía. -Mañana estaré mejor...

Y al día siguiente amanecía con el ánimo renovado, como si nada hubiera pasado. Era una de las cosas que más me gustaban de ella, y sé que ella lo sabía.

La verdad es que nunca le pregunté si había algo que le gustara de mí especialmente. Supongo que sí, sobre todo teniendo en cuenta que, el hecho de que dos mujeres compartieran sus vidas en los asientos de un Land Rover, durante tantos meses, a lo largo de un viaje hacia ninguna parte, no era algo habitual en aquel tiempo...

martes, 22 de septiembre de 2009

Pasteles de fresa

-No es sólo culpa mía. Me refiero a que yo sea tan poco afectuosa. Y lo reconozco. Pero si ellos..., si mi padre y mi madre..., si ellos me hubiesen querido un poco más, yo, por mi parte, ahora sentiría de otra forma. Y estaría mucho, pero que mucho más triste.

-¿Crees que no te quisieron demasiado?

Ella volvió la cabeza y me miró fijamente. Hizo un gesto afirmativo.

-Yo diría que entre un «no lo suficiente» y un «nada de nada». Siempre estuve hambrienta. Aunque sólo hubiera sido una vez, hubiera querido recibir amor a raudales. Hasta hartarme. Hasta poder decir: «Ya basta. Estoy llena. No puedo más». Me hubiera conformado con una vez. Pero ellos jamás me dieron cariño. Si me acercaba con ganas de mimos, mis padres me apartaban de un empujón. «Esto cuesta dinero», decían. Únicamente sabían quejarse. Siempre igual. Así que pensé lo siguiente: «Conoceré a alguien que me quiera con toda su alma los trescientos sesenta y cinco días del año». Estaba en quinto o sexto curso de primaria cuando lo decidí.

-¡Qué fuerte! -exclamé admirado-. ¿Y lo has conseguido?

-No es tan fácil como creía -reconoció Midori. Reflexionó un momento contemplando el humo.- Quizá sea por haber esperado tanto tiempo, pero ahora busco la perfección. Por eso es tan difícil.

-¿Un amor perfecto?

-¡No, hombre! No pido tanto. Lo que quiero es simple egoísmo. Un egoísmo perfecto. Por ejemplo: te digo que quiero un pastel de fresa, y entonces tú lo dejas todo y vas a comprármelo. Vuelves jadeando y me lo ofreces. «Toma, Midori. Tu pastel de fresa», me dices. Y te suelto: «¡Ya se me han quitado las ganas de comérmelo!». Y lo arrojo por la ventana. Eso es lo que yo quiero.

-No creo que eso sea el amor -le dije con semblante atónito.

-Sí tiene que ver. Pero tú no lo sabes -replicó Midori-. Para las chicas, a veces esto tiene una gran importancia.

-¿Arrojar pasteles de fresa por la ventana?

-Sí. Y yo quiero que mi novio me diga lo siguiente: «Ha sido culpa mía. Tendría que haber supuesto que se te quitarían las ganas de comer pastel de fresa. Soy un estúpido, un insensible. Iré a comprarte otra cosa para que me perdones. ¿Qué te apetece? ¿Mousse de chocolate? ¿Tarta de queso?».

-¿Y qué sucedería a continuación?

-Pues que yo a una persona que hiciera esto por mí la querría mucho.

-A mí me parece un desatino.

-Yo creo que el amor es eso. Pero nadie me comprende. -Midori sacudió la cabeza sobre mi hombro-. Para un cierto tipo de personas el amor surge con un pequeño detalle. Y, si no, no surge.

-Eres la primera chica que conozco que piensa así.

-Me lo ha dicho mucha gente. -Se toqueteó las cutículas de las uñas.- Pero yo no puedo pensar de otro modo. Estoy hablando con el corazón en la mano. Jamás he creído que mis ideas sean diferentes de las de los demás, ni lo busco. Pero cuando digo lo que pienso, la gente cree que bromeo, o que estoy haciendo comedia. Todo acaba dándome lo mismo.




Haruki Murakami, "Tokio Blues"

sábado, 28 de febrero de 2009

En el bar, con Midori

—¿Por qué estás ausente? Ya te lo he preguntado antes.

—Quizá porque aún me cuesta volver a la vida cotidiana —concedí tras reflexionar unos instantes—. Me da la impresión de que éste no es el mundo real. La gente, las escenas que me rodean no me parecen reales.

Midori, acodada sobre la barra, me miró de arriba abajo.

—Esto mismo dice una canción de Jim Morrison.

—«People are strange when you are a stranger», o sea, «la gente es extraña cuando tú eres un extraño».

—¡Cierto! —dijo Midori.

—¡Esto es! —exclamé.

—Me gustaría que me acompañaras a Uruguay. —Midori seguía acodada sobre la barra—. Dejándolo todo: la novia, la familia, la universidad...

—No estaría mal. —Me reí.

—¿No te encantaría dejarlo todo y marcharte a un lugar donde nadie te conociera? A mí, a veces me dan ganas de hacerlo. Unas ganas locas. Así que, si de pronto se te ocurre llevarme lejos, te pariré un montón de bebés fuertes como toros. Y viviremos todos tan felices... Revolcándonos por el suelo.

Volví a reírme y apuré mi segundo vaso de vodka con tónica.

—Aún no tienes ganas de tener bebés fuertes como toros, ¿es eso? —me preguntó Midori.

—No, mujer, tengo curiosidad. Me gustaría saber qué se siente —dije.

—Tranquilo. Si no te apetece, no pasa nada. —Ahora Midori comía pistachos—. Total, estoy bebiendo a primera hora de la tarde y diciendo lo primero que se me pasa por la cabeza. Te insto a que lo dejes todo y te vayas a Uruguay, nada menos. Si allí no hay más que cagajones de burro...

—Tal vez.

—Cagajones por todas partes. Una mierda si estás aquí, una mierda si vas allá. El mundo entero es una mierda. Toma, te doy éste, que está duro. —Midori me dio un pistacho que costaba pelar. Le quité la cascara con esfuerzo—, Pero el domingo pasado me relajé muchísimo. Los dos en el terrado mirando el incendio, bebiendo y cantando. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien. Me presionan por todas partes. En cuanto asomo la cabeza, me dicen esto y lo otro. Al menos, tú no me fuerzas a nada.

—No te conozco lo suficiente.

—¿Quieres decir que, si me conocieras mejor, tú también acabarías presionándome como todos los demás?

—Es posible —dije—. En el mundo real todos vivimos presionándonos los unos a los otros.

—Sí, pero no creo que tú lo hicieras. Yo estas cosas las adivino. En cuanto a presionar y a ser presionado, soy una autoridad. Y tú no eres así. Contigo siento que puedo bajar la guardia. ¿Sabes que en este mundo hay montones de personas a quienes les gusta forzar a los demás a hacer esto y lo otro, y a las que, a su vez, les gusta que las fuercen? Y montan un gran follón con todo esto. Yo te he presionado porque tú me has presionado... Les encanta. Pero a mí no. Yo lo hago porque no me queda otro remedio.

—¿Y a qué cosas fuerzas a los demás? ¿O a qué cosas te fuerzan los demás a ti?

Midori se llevó un cubito de hielo a la boca, que chupó durante un momento.

—¿Quieres conocerme mejor?

—Me gustaría —reconocí.

—Acabo de preguntarte: «¿Quieres conocerme mejor?». ¿No te parece una crueldad responderme como lo has hecho?

—Quiero conocerte mejor, Midori —repetí.

—¿De verdad?

—Sí.

—¿Aunque te den ganas de apartar la mirada?

—¿Tan terrible eres?

—En cierto sentido, sí. —Midori esbozó una mueca—. Quiero otra copa.



Haruki Murakami, "Tokio Blues"

viernes, 6 de febrero de 2009

Recordando a Naoko

En las noches de insomnio me asaltaban diferentes imágenes de Naoko. No podía evitar que acudieran a mi memoria. En mi corazón, se habían acumulado demasiados recuerdos de ella. En cuanto encontraban una grieta, por pequeña que fuera, iban saliendo, uno tras otro, imparables. Fui incapaz de detener esa fuga.

Me acordaba de Naoko en aquella mañana de lluvia, con el chubasquero amarillo, limpiando el gallinero y acarreando el saco de grano. Recordaba el pastel de cumpleaños medio deshecho y el tacto de mi camisa empapada por las lágrimas de Naoko. Sí, aquella noche también llovía. Era invierno; Naoko caminaba a mi lado, con aquel abrigo de piel de camello. Ella siempre se sacaba el pasador del pelo y jugueteaba con él. Y siempre me miraba fijamente con aquellos ojos transparentes. Ahora llevaba una bata azul y estaba sentada en el sofá, con el mentón descansando en las rodillas.

Sus imágenes me golpeaban, una tras otra, como las olas de la marea, arrastrándome hacia un lugar extraño. Y en este extraño lugar yo vivía con los muertos. Allí Naoko estaba viva y los dos hablábamos, nos abrazábamos. En ese lugar, la muerte no ponía fin a la vida. Allí la muerte conformaba la vida. Y Naoko, henchida de muerte, allí continuaba viviendo. Me decía: «Tranquilo, Watanabe. No es más que la muerte. No te preocupes».

En ese lugar no me sentía triste. Porque la muerte era sólo la muerte, y Naoko era Naoko. «No te preocupes. Estoy aquí, ¿no es cierto?», me decía sonriendo. Sus gestos habituales serenaban mi corazón, me consolaban. Y yo pensaba: «Si la muerte es esto, después de todo no es algo tan malo». «Claro. Morir no es nada del otro mundo», me decía Naoko. «La muerte es la muerte. Además, aquí todo es muy fácil», me contaba en los intervalos entre una ola y la siguiente.

Pronto la marea se retiraba y me dejaba solo en la playa, impotente, sin un lugar adonde ir, con la tristeza envolviéndome como un manto de tinieblas. Solía llorar en esos momentos. De hecho, más que llorar, unas lágrimas gruesas brotaban como gotas de sudor.

Cuando murió Kizuki aprendí una cosa. Quizá me resigné a hacerla mía: «La muerte no se opone a la vida, la muerte está incluida en nuestra vida».

Es una realidad. Mientras vivimos, vamos criando la muerte al mismo tiempo. Pero ésta es sólo una parte de la verdad que debemos conocer. La muerte de Naoko me lo enseñó. Me dije:

«El conocimiento de la verdad no alivia la tristeza que sentimos al perder a un ser querido. Ni la verdad, ni la sinceridad, ni la fuerza, ni el cariño son capaces de curar esta tristeza. Lo único que puede hacerse es atravesar este dolor esperando aprender algo de él, aunque todo lo que uno haya aprendido no le sirva para nada la próxima vez que la tristeza lo visite de improviso».

Pensé en ello, noche tras noche, en mi soledad, oyendo el ruido de las olas y el rugido del viento. Vacié muchas botellas de whisky, mordisqueé pan, bebí agua de la petaca en mi larga marcha hacia el oeste, con la mochila dando bandazos a mi espalda y el pelo lleno de arena... día tras día de aquel principio de otoño.




Haruki Murakami, "Tokio Blues"

domingo, 25 de enero de 2009

Nunca

"Nunca mires a una puta con luz de día…

Es como mirar una película con la luz encendida, como el cabaret a las diez de la mañana, con los rayos del sol atravesando el polvo que se levanta cuando barres…

Como descubrir que ese poema que te hizo llorar a la noche, al día siguiente apenas te interesa…

Es como sería este puto mundo, si hubiera que soportar las cosas tal como son…

Como descubrir al actor que viste haciendo Hamlet en la cola del pan...

Como el vacío cuando te pagan y no sentís ni siquiera un poquito…como la tristeza cuando te pagan y sentiste por lo menos un poquito…

Como abrir un cajón y descubrir una foto de cuando la puta tenía nueve años…

Como dejarte venir conmigo, sabiendo que cuando se acabe la magia vas a estar con una mujer como yo, en Montevideo…"





-Un whisky por favor.

(Se acerca la muerte.)

-¿Qué pasó? ¿Te llevó a volar y te dejó caer desde lo alto…?
Ay…te advertí que ibas a salir herido.


-Es mejor herido que dormido, como hasta ahora.

-Te gusta sufrir…

-…A veces una herida te recuerda que estás vivo.

Es esto el amor…

¡mi estúpida muerte, es esto…!

Cómo explicártelo, pobrecita, si entendieras eso estarías viva…

(…)

-Su whisky, caballero.

(Oliverio enciende un cigarrillo, sin apartar los ojos de la dama que le lanza furtivas miradas desde su asiento. Toma el whisky con la otra mano y se dirige a la muerte.)

-¡Por la vida!

Sin ofender, ¿eh?




Eliseo Subiela, "El lado oscuro del corazón"

jueves, 22 de enero de 2009

Los pájaros

Hoy no me salen los versos.
Serán los pájaros de ayer
que habrán levantado el vuelo.


Hoy me busco y no me encuentro,
dime cuándo, dime dónde y yo lo intento,
y busco más allá de las palabras,
del terco envejecer de tus esperas,
de la soledad infinita
y hasta del mismo tiempo.


Mirándome en el brillo de un espejo,
mirando el palpitar de la marea,
mirando sin poder ver entre tanto,
la lluvia que se escapa entre mis dedos,
regando tu jardín en primavera.


Hoy no me salen los versos.
Serán los pájaros de ayer…

…que habrán levantado el vuelo.

viernes, 16 de enero de 2009

Mucha marcha

Esta mañana, cuando Ferrín nos ha pedido opiniones sobre el mito protagonista de estos días, se ha levantado un murmullo en el que confusamente se pedía a Maxi hablar de su taberna. Pero Maxi tiene claro que Ferrín no es vacilable, que le bastaría con mover un músculo facial para dejar en ridículo a cualquier alumno camicace. En su lugar, Alberto y Silvia han sido los primeros en entrar al trapo. Sospecho que Ferrín se sirve de ellos para bajar la filosofía del séptimo cielo y ponerla a nuestra altura. Además, Alberto y Silvia hacen declaraciones extremistas que animan siempre el cotarro. Esta mañana han expuesto su opinión sobre la caja tonta y la manipulación periodística. Los que vamos a estudiar Periodismo y Publicidad pensamos de forma diferente y hemos encendido la polémica. Han subido las voces y se han apagado cuando Paula, sentada en primera línea de fuego, se pone en pie y mira hacia atrás:

"Yo creo que si Platón hubiera vivido hoy, en lugar de caverna habría hablado de la movida nocturna. Imagínate un montón de gente que sueña de lunes a viernes con las concentraciones del fin de semana en el Arenal, el Casco Vello o Gran Vía..."

Breve pausa y silencio en la sala.

"Imagínate que el sueño se hace realidad y se meten el viernes y el sábado por la noche en esos pubs. Han entrado, por fin, en el ansiado paraíso de sensaciones fuertes. Mucho alcohol, mucha música y mucha marcha, pero detrás de esa agitación en realidad no hay gran cosa. Es un mundillo fantasmal y cavernícola, y estoy segura de que Platón lo hubiera tomado como ejemplo de su mito."

Paula termina y se sienta entre risas burlonas, gente que asiente o niega con la cabeza, algún silbido, algún amago de aplauso y mil comentarios. Hasta que Maxi pide la palabra y emerge desde un pupitre del fondo. De nuevo, silencio:

"Eres una reprimida, Paula. En Delirio ponen un tecnojevi que lo flipas"

Y se produce un extraño fenómeno: mientras los tíos soltamos la carcajada, ellas hacen causa común y se unen en un abucheo. Ferrín espera a que nos callemos y recuerda a Maxi que aquí estamos para ejercer nuestra libertad de pensamiento y expresión, no para descalificar a nadie. Y Paula ha mirado a Maxi con indulgencia, como si no necesitara la defensa de Ferrín, como una madre que ríe la travesura de un hijo pequeño. Y le ha perdonado la vida.





José Ramón Ayllón, "Vigo es Vivaldi"

domingo, 11 de enero de 2009

La tormenta de arena

"Pienso una vez más en la distancia. El joven llamado Cuervo lanza un suspiro y se presiona los párpados con las yemas de los dedos. Me habla con los ojos cerrados, desde el fondo de las tinieblas.

–Juguemos a lo de siempre –propone.

–De acuerdo –digo. Yo también cierro los ojos y, en silencio, respiro hondo.

–¿Listo? Imagínate una tempestad de arena terrible, terrible de verdad –dice–. Y olvida cualquier otra cosa.

Tal como me ha dicho, imagino una tempestad de arena terrible, terrible de verdad. Y olvido cualquier otra cosa. Incluso quién soy. Me quedo en blanco. Las cosas van aflorando enseguida. Y él y yo las compartimos en el viejo sofá de cuero del estudio de mi padre, como siempre.

–A veces, el destino se parece a una pequeña tempestad de arena que cambia de dirección sin cesar –me comenta el joven llamado Cuervo.

A veces, el destino se parece a una pequeña tempestad de arena que cambia de dirección sin cesar. Tú cambias de rumbo intentando evitarla. Y entonces la tormenta también cambia de dirección, siguiéndote a ti. Tú vuelves a cambiar de rumbo. Y la tormenta vuelve a cambiar de dirección, como antes. Y esto se repite una y otra vez. Como una danza macabra con la Muerte antes del amanecer. Y la razón es que la tormenta no es algo que venga de lejos y que no guarde relación contigo. Esta tormenta, en definitiva, eres tú. Es algo que se encuentra en tu interior. Lo único que puedes hacer es resignarte, meterte en ella de cabeza, taparte con fuerza los ojos y las orejas para que no se te llenen de arena e ir cruzándola paso a paso. Y en su interior no hay sol, ni luna, ni dirección, a veces ni siquiera existe el tiempo. Allí sólo hay una arena blanca y fina, como polvo de huesos, danzando en lo alto del cielo. Imagínate una tormenta como ésta.

Me imagino una tormenta como ésa. Un blanco remolino que apunta al cielo, irguiéndose vertical como una gruesa maroma. Mantengo los ojos y las orejas fuertemente tapados con ambas manos, para que la fina arena no se me meta en el cuerpo. La tormenta se acerca deprisa. Desde lejos puedo sentir la fuerza del viento en la piel. Va a engullirme de un momento a otro.

El chico llamado Cuervo posa con suavidad una mano sobre mi hombro. La tormenta de arena se desvanece. Pero yo continúo aún con los ojos cerrados.

–Tú, ahora, tendrás que ser el chico de quince años más fuerte del mundo. Sólo así lograrás sobrevivir. Y, para ello, deberás comprender por ti mismo lo que significa ser fuerte de verdad. ¿Entiendes?

Me limito a permanecer callado. Me gustaría hundirme poco a poco en el sueño sintiendo su mano sobre mi hombro. Un tenue aleteo llega a mis oídos.

–Tú, ahora, pronto te convertirás en el chico de quince años más fuerte del mundo –me repite al oído en voz baja el joven llamado Cuervo mientras me dispongo a dormir. Como si tatuara con tinta azul oscuro estas palabras en mi corazón.

Y tú en verdad la cruzarás, claro está. Esta violenta tormenta de arena. Esta tormenta de arena metafísica y simbólica. Pero por más metafísica y simbólica que sea, te rasgará cruelmente la carne como si de mil cuchillas se tratase. Muchas personas han derramado allí su sangre y tú, asimismo, derramarás allí la tuya. Sangre caliente y roja. Y esa sangre se verterá en tus manos. Tu sangre y, también, la sangre de los demás.

Y cuando la tormenta de arena haya pasado, tú no comprenderás cómo has logrado cruzarla con vida. ¡No! Ni siquiera estarás seguro de que la tormenta haya cesado de verdad.

Pero una cosa sí quedará clara. Y es que el tú que surja de la tormenta no será el mismo tú que penetró en ella. Y ahí estriba el significado de la tormenta de arena."





Haruki Murakami, "Kafka en la orilla"