miércoles, 22 de junio de 2011

Solsticio de verano

Circulaba poco tráfico por la calle mayor, y cuando bajaron por la calera frente al Colegio Magdalen y se dirigieron hacia el Jardín Botánico, comprobaron que estaban solos. Junto al ornado portal había unos bancos de piedra, y mientras Mary y Serafina esperaban sentadas allí, Will y Lyra se encaramaron en la verja de hierro y saltaron al jardín. Sus daimonions se deslizaron por entre los barrotes y se adelantaron corriendo.

-Es por aquí -dijo Lyra, tirando a Will de la mano.

Pasaron frente a una fuente situada debajo un gigantesco árbol, giraron a la izquierda y avanzaron entre los macizos de flores hasta llegar a un pino de varios troncos. Allí vieron un recio muro de piedra con una puerta. Más allá, hacia el interior del jardín, los árboles eran más jóvenes y la disposición de las plantas menos formal. Lyra condujo a Will casi hasta el final del jardín, a través de un pequeño puente, hasta llegar a un banco de madera situado bajo un árbol de largas ramas que se inclinaban hacia el suelo.

-¡Sí! -exclamó-. ¡Confiaba en que siguiera aquí! ¡Qué alegría, Will! Yo venía aquí, en mi Oxford, y cuando deseaba estar sola me sentaba en este banco, con Pan. Pensé que si pudieras venir aquí... más o menos una vez al año..., al mismo tiempo que yo, durante una hora, podríamos fingir que volvíamos a estar juntos, y lo estaríamos, si permaneciéramos un rato sentados aquí, tú y yo solos, en mi mundo...

-Regresaré aquí mientras viva -dijo Will-. Esté donde esté, regresaré a este lugar.

-El día del solsticio de verano -dijo Lyra-, al mediodía.

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«A partir de ahora tengo que intentar mostrarme alegre», pensó Will, pero era como tratar de aplacar a un lobo enfurecido que sostienes en brazos y pretende arañarte la cara y arrancarte los ojos. No obstante lo consiguió, convencido de que nadie había advertido el esfuerzo que le había costado.

Will sabía que a Lyra le estaba costando el mismo esfuerzo, como confirmaba la expresión forzada y la tensión de su sonrisa. No obstante, Lyra sonrió.

Un último beso, tan apresurado y torpe que sus mejillas chocaron entre sí y una lágrima pasó de los ojos de Lyra al rostro de Will; sus dos daimonions se despidieron con un beso y Pantalaimon atravesó corriendo el umbral y saltó en brazos de Lyra. Acto seguido Will empezó a cerrar la ventana. Al concluir la operación, la vía de acceso quedó cerrada y Lyra desapareció de la vista.

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Pan se bajó del banco y se acurrucó en su regazo. Estaban a salvo en la oscuridad, ella, su daimonion y los secretos de ambos, pensó Lyra. En algún lugar de la ciudad que dormía estaban los libros que le enseñarían de nuevo a leer el aletiómetro, la bondadosa e instruida mujer que le daría clases, las alumnas del colegio, que sabían infinitamente más que ella...

«Aún lo ignoran - pensó Lyra - , pero serán mis amigas.»

-Eso que dijo Will... - murmuró Pantalaimon.

-¿Qué?

-En la playa, poco antes de que intentaras leer el aletiómetro. Dijo que no existía otro lugar. Eso fue lo que te dijo su padre. Pero había otra cosa...

-Lo recuerdo. Se refería a que el Reino del Cielo había llegado a su fin. Que no debíamos vivir como si fuera más importante que la misma vida, porque lo más importante es siempre el lugar donde nos encontramos.

-Dijo que teníamos que construir algo...

-Por eso necesitamos vivir toda la vida que nos corresponde, Pan. Nuestro deseo era irnos con Will y con Kirjava, ¿no es así?

-Sí. ¡Por supuesto! Y ellos se habrían venido con nosotros. Pero...

-Pero entonces no habríamos podido construir. Nadie es capaz de hacerlo si antepone sus deseos. En nuestros diversos mundos, todos tenemos que esforzarnos en conseguir esas cosas tan difíciles como ser alegres, bondadosos, curiosos, valientes y pacientes, y tenemos que estudiar, pensar y trabajar duro, y entonces lograremos construir...

Lyra apoyó las manos en el lustroso pelo de su daimonion. En ese momento oyó cantar a un ruiseñor en un rincón del jardín y notó que la brisa agitaba su pelo y las hojas de los árboles. Todas las campanas de la ciudad tañían simultáneamente: una más abajo, otra junto a ellos, otra más alejada, una agrietada y arisca, otra grave y sonora, pero todas, con sus distintas voces, se habían puesto de acuerdo en la hora que era, aunque algunas la señalaran con más parsimonia. En aquel otro Oxford donde Will y ella se habían besado en el momento de despedirse también tañían las campanas, cantaba un ruiseñor y la brisa agitaba las hojas del Jardín Botánico.

-¿Y luego qué? -preguntó su daimonion con voz somnolienta-. ¿Qué es lo que debemos construir?

-La república del cielo -respondió Lyra.






Philip Pullman, "El catalejo lacado"

domingo, 12 de junio de 2011

Carretera perdida

Me encontraba en un vía crucis de duda e incertidumbre. Podría rememorar uno a uno los pasos que me habían llevado hasta ese punto, y enlazarlos como perlas de una larga cadena de acontecimientos, pero en aquel momento el aire a mi alrededor y en mi cabeza era demasiado espeso, casi sólido. Lo constreñía todo, en ese escenario el más sutil pensamiento quedaba presa de una vorágine autodestructiva, dejando sus ecos en una etérea explanada de silencio.

“¿En qué me he convertido?”, pensaba. Comencé a andar por una callejuela estrecha. Las farolas desprendían una luz tenue, dando a la ciudad un aspecto de otro tiempo, de otra vida. Aquello parecía una película de David Lynch. El sonido de mis pies al andar recordaba al tic-tac de un reloj de pared, acercándome lenta pero inevitablemente al encuentro de la medianoche. Inspiré fuertemente. El frescor nocturno se filtraba por cada uno de mis poros, renovándome por dentro y dejando salir una respiración pura y espaciada. Las calles estaban vacías, ni un alma deambulaba por sus aceras empedradas, nadie se deleitaba en las esquinas del pecado. Dejaba fluir el pensamiento y las imágenes se sucedían como un rollo de película: trajes, cortes de pelo, corbatas, zapatos impecables, un temple duro y melancólico, cortes de pelo, la mirada perdida, un apretón de manos firme, palabras sin fondo, chaquetas de lino, cortes de pelo, las arrugas premonitorias, los andares al estilo Henry Fonda, las colillas humeantes de un pasado incierto. Antes de todo aquello yo era un tipo bastante decente. Con las inquietudes, los ideales, y las locuras de un hombre joven. Pero al crecer, uno se contagia del mundo, y el mundo se contagia de uno, y lo primero siempre suele prevalecer sobre lo segundo. Ahora caminaba por una avenida amplia, coronada por inmensos árboles a los lados, viendo el ir y venir de los primeros transeúntes, y mientras tanto fumaba un cigarro. El humo se desvanecía en la oscuridad como las últimas luces de un paisaje de invierno.

Por supuesto, también estaba ella. En todas las historias hay un “ella”. Con distinto color, o un matiz distinto en su fragancia. Con el pelo castaño y recortado, algo único en su atrevimiento, con la melena pelirroja al viento, en alardes de simpleza, o con los cabellos rubios, rayos de sol derramados en espaldas sin nombre. A veces más altas, y también más altivas, otras más discretas y aprensivas. Con bisutería, o sin ella. Con aromas de Chanel o con champús de hierbas. Con lo puesto o con lo estudiado. Con la rima o con el silencio. Cuanto más rara, cuanto más loca, mejor.

En esta historia, “ella” no tiene un rostro concreto. Ella es una sombra de lo que un dia fue. Una sombra sin hogar ni rumbo, difuminada por el pincel impreciso de mi memoria. Posiblemente una imagen en mi mente, o tal vez fue real en algún punto del camino. Puede que me limitara a juntar facciones de los incontables rostros que han pasado por mi lado, día tras día, esperando resolver un complicado rompecabezas del que ahora no puedo salir. Y cuando veo próximo el final, cuando las piezas cobran forma, necesito deshacerlo todo y volver a empezar. Siento que, si pongo la última pieza, si intento darle un sentido a todo, cometeré un terrible error. Y eso nunca podría perdonármelo.

Pero quizás sea mejor comenzar desde el principio.