miércoles, 3 de octubre de 2012

1984


-Entonces, ¿qué principio es ese que ha de vencernos?

-No sé. El espíritu del Hombre.

-¿Y te consideras tú un hombre?

-Sí.

-Si tú eres un hombre, Winston, es que eres el último. Tu especie se ha extinguido; nosotros somos los herederos. ¿Te das cuenta de que estás solo, absolutamente solo? Te encuentras fuera de la historia, no existes. -Cambió de tono y de actitud y dijo con dureza-: ¿Te consideras moralmente superior a nosotros por nuestras mentiras y nuestra cruel­dad?

-Sí, me considero superior.

O'Brien guardó silencio. Pero en seguida empezaron a hablar otras dos voces. Después de un momento, Winston reconoció que una de ellas era la suya propia. Era una cinta magnetofónica de la conversación que había sostenido con O'Brien la noche en que se había alistado en la Hermandad. Se oyó a sí mismo prometiendo solemnemente mentir, ro­bar, falsificar, asesinar, fomentar el hábito de las drogas y la prostitución, propagar las enfermedades venéreas y arrojar vitriolo a la cara de un niño. O'Brien hizo un pequeño gesto de impaciencia, como dando a entender que la demostración casi no merecía la pena. Luego hizo funcionar un resorte y las voces se detuvieron.

-Levántate de ahí dijo O'Brien.

Las ataduras se habían soltado por sí mismas. Winston se puso en pie con gran dificultad.
-Eres el último hombre -dijo O'Brien-. Eres el guardián del espíritu humano. Ahora te verás como realmen­te eres. Desnúdate.

(…)

-Te hemos pegado, Winston; te hemos destrozado. Ya has visto cómo está tu cuerpo. Pues bien, tu espíritu está en el mismo estado. Has sido golpeado e insultado, has gritado de dolor, te has arrastrado por el suelo en tu propia sangre, y en tus vómitos has gemido pidiendo misericordia, has trai­cionado a todos. ¿Crees que hay alguna degradación en que no hayas caído?

Winston dejó de llorar, aunque seguía teniendo los ojos llenos de lágrimas. Miró a O'Brien.

-No he traicionado a Julia -dijo.

 O'Brien lo miró pensativo.

-No, no. Eso es cierto. No has traicionado a Julia.

El corazón de Winston volvió a llenarse de aquella ado­ración por O'Brien que nada parecía capaz de destruir. «¡Qué inteligente pensó-, qué inteligente es este hombre!» Nunca dejaba O'Brien de comprender lo que se le decía. Cualquiera otra persona habría contestado que había traicio­nado a Julia. ¿No se lo habían sacado todo bajo tortura? Les había contado absolutamente todo lo que sabía de ella: su ca­rácter, sus costumbres, su vida pasada; había confesado, dan­do los más pequeños detalles, todo lo que había ocurrido entre ellos, todo lo que él había dicho a ella y ella a él, sus comidas, alimentos comprados en el mercado negro, sus re­laciones sexuales, sus vagas conspiraciones contra el Parti­do... y, sin embargo, en el sentido que él le daba a la palabra traicionar, no la había traicionado. Es decir, no había dejado de amarla. Sus sentimientos hacia ella seguían siendo los mismos. O'Brien había entendido lo que él quería decir sin necesidad de explicárselo.

(…)


-Me preguntaste una vez qué había en la habitación 101. Te dije que ya lo sabías. Todos lo saben. Lo que hay en la habitación 101 es lo peor del mundo.

La puerta volvió a abrirse. Entró un guardia que llevaba algo, un objeto hecho de alambres, algo así como una caja o una cesta. La colocó sobre la mesa próxima a la puerta: a causa de la posición de O'Brien, no podía Winston ver lo que era aquello.

-Lo peor del mundo -continuó O'Brien- varía de individuo a individuo. Puede ser que le entierren vivo o mo­rir quemado, o ahogado o de muchas otras maneras. A, veces se trata de una cosa sin importancia, que ni siquiera es mor­tal, pero que para el individuo es lo peor del mundo.

(…)

-En tu caso -dijo O'Brien-, lo peor del mundo son las ratas.

-Era un castigo muy corriente en la China imperial dijo O'Brien, tan didáctico como siempre.

La careta le apretaba la cara. El alambre le arañaba las mejillas. Luego..., no, no fue alivio, sino sólo esperanza, un diminuto fragmento de esperanza. Demasiado tarde, quizás fuese ya demasiado tarde. Pero había comprendido de pron­to que en todo el mundo sólo había una persona a la que pu­diese transferir su castigo, un cuerpo que podía arrojar entre las ratas y él.

Y empezó a gritar una y otra vez, frenética­mente:

-¡Házselo a Julia! ¡Házselo a Julia! ¡A mí, no! ¡A Julia! No me importa lo que le hagas a ella. Desgárrale la cara, descoyúntale los huesos. ¡Pero a mí, no! ¡A Julia! ¡A mí, no!

Caía hacia atrás hundiéndose en enormes abismos, ale­jándose de las ratas a vertiginosa velocidad. Estaba todavía atado a la silla, pero había pasado a través del suelo, de los muros del edificio, de la tierra, de los océanos, e iba lanzado por la atmósfera en los espacios interestelares, alejándose sin cesar de las ratas... Se encontraba ya a muchos años-luz de distancia, pero O'Brien estaba aún a su lado. Todavía le apretaba el alambre en las mejillas. Pero en la oscuridad que lo envolvía oyó otro chasquido metálico y sabía que el pri­mer resorte había vuelto a funcionar y la jaula no había lle­gado a abrirse.




George Orwell, "1984"

sábado, 26 de mayo de 2012

(...)


Sus manos, podría tocarlas pero una vez más se difuminan, es un cuerpo anómalo el suyo, adaptado a los tiempos que corren. 

Estos tiempos de medición estratosférica, estadística descriptiva y analógica sonrisa. Es un cuerpo que funciona con el grito, con el ¡SÍ, SEÑOR!, 14 balas, 14 cuerpos más. ¿Por qué te paras? Esto se está llenando de humo, y el ambiente cargado se está tornando lacrimógeno. 

Avanzamos entre estatuas de piedra, hacia el aplauso fácil, y a ti no te tiembla el pulso, ya lo has hecho varias veces. Mi tensión se dispara, no sé si podré seguirte el ritmo cuando el telón se levante, tal vez necesite escribirlo en alguna parte. Las razones se me empiezan a  acabar en una procesión de palabras sin orden,  imágenes en blanco y negra akinetopsia. Las pupilas han empezado a dilatarse.  Hoy no estoy en casa, vuelva usted mañana.

Andar con los pies descalzos siempre fue nuestra perdición.

domingo, 18 de marzo de 2012

(...)

La puerta se abrió y nos trajeron la comida. A Nagasawa le sirvieron pato asado y, delante de Hatsumi y de mí, en sendos platos, dejaron las lubinas. De acompañamiento había verduras cocidas regadas con salsa. Los camareros se retiraron de inmediato. Nagasawa cortó el pato con el cuchillo, comió con apetito y bebió whisky. Yo comía espinacas. Hatsumi aún no había probado bocado.

—Watanabe, no sé a qué circunstancias te refieres, pero no creo que este comportamiento sea propio de ti. ¿Qué opinas?

La chica posó las manos sobre la mesa y fijó su mirada en mí.

—No lo sé —dije—. A veces yo también lo pienso.

—¿Por qué lo haces?

—Porque a veces necesito calor —volví a reconocer—. Si no tengo la calidez de una piel me siento muy solo.

—En resumen —intervino Nagasawa—. Watanabe está enamorado de una chica pero, dadas las circunstancias, no puede acostarse con ella. Por eso ha decidido que sólo busca sexo. ¿Qué hay de malo en eso? Tiene su lógica. No tiene por qué encerrarse en casa y estar todo el día masturbándose.

—Pero, si realmente quieres a esa chica, podrías aguantarte, ¿no es cierto, Watanabe?

—Tal vez sí. —Me llevé a la boca un trozo de lubina bañado en salsa.

—Tú no entiendes el deseo sexual masculino —le espetó Nagasawa a Hatsumi—. Yo, por ejemplo, llevo saliendo contigo tres años y, además, he estado acostándome todo el tiempo con otras mujeres. Pero de ésas ni me acuerdo. Ni sé cómo se llaman, ni recuerdo sus caras. Jamás me acuesto con la misma chica más de una vez. Las conozco, me acuesto con ellas y me marcho. Nada más. ¿Qué hay de malo en ello?

—No soporto tu arrogancia —replicó Hatsumi con voz áspera—. No se trata de que te acuestes con otras. Que yo sepa, hasta ahora no me he enfadado nunca por tus devaneos...

—A eso no puede llamársele «devaneos». No es más que un juego. No hago daño a nadie —se defendió Nagasawa.

—A mí sí me lo haces —dijo Hatsumi—. ¿Por qué no tienes bastante conmigo?

Nagasawa permaneció un rato en silencio, removiendo el whisky en su vaso.

—No se trata de que no me baste contigo, sino de algo muy distinto. En mi interior hay una especie de sed que tengo que saciar. Y, si esto te hiere, lo siento mucho. Yo soy así. Tengo que vivir con esta sed. Esta ansia define mi vida. No puedo evitarlo.

Por fin, Hatsumi tomó el tenedor y el cuchillo y empezó a comer la lubina.

—Por lo menos, podrías dejar en paz a Watanabe.

—Watanabe y yo nos parecemos, no creas —continuó Nagasawa—. Los dos somos incapaces de interesarnos por nadie más que no sea nosotros mismos. Dejando de lado que uno sea arrogante y el otro no. A ambos sólo nos interesa qué pensamos, qué sentimos, qué hacemos. Por eso no podemos pensar en nadie más. Esto es lo que a mí me gusta de él. Pero todavía no tiene plena conciencia de ello y a veces duda, se siente herido.

—¿Hay algún ser humano que no dude y no se sienta herido? —reflexionó Hatsumi—. ¿Estás diciéndome que tú jamás has dudado ni te has sentido herido?

—Es obvio que yo también dudo y me siento herido. Pero esto, con disciplina, puede mitigarse. Incluso las ratas aprenden a elegir el circuito donde reciben menos descargas eléctricas.

—Pero las ratas no se enamoran.

—«Las ratas no se enamoran» —repitió Nagasawa, y me miró—. ¡Qué bonito! Quiero música ambiental. Una orquesta con dos arpas...

—No me tomes el pelo. Estoy hablando en serio.

—Ahora estamos comiendo —dijo Nagasawa—. Además, Watanabe está presente. Sería conveniente que dejaras el tema para otra ocasión.

—¿Me voy? —pregunté.

—No, quédate. Es mejor —me rogó Hatsumi.

—Ya que has venido, tómate el postre —añadió Nagasawa.

—No me importa irme...

Terminamos nuestros platos en silencio. Yo comí la lubina, Hatsumi dejó media en el plato. Nagasawa hacía rato que bebía whisky.

—La lubina estaba buenísima —comenté con ánimo de romper el hielo, pero nadie respondió. Fue como si hubiera arrojado una piedra en un pozo.

Nos retiraron los platos y nos trajeron un sorbete de limón y una taza de café a cada uno. Nagasawa apenas los tocó y enseguida encendió un cigarrillo. Hatsumi ni los probó. Yo comí el sorbete y bebí el café mientras me decía para mis adentros: «¡Vaya!». Hatsumi se entretenía contemplando sus manos, que descansaban sobre la mesa. Estas —al igual que todo en ella— eran elegantes y refinadas. Pensé en Naoko y en Reiko. ¿Qué estarían haciendo en aquellos momentos? Naoko debía de estar leyendo tumbada en el sofá y Reiko tocando Norwegian Wood con la guitarra. Me poseyó un violento deseo de volver a su pequeña habitación. ¿Qué hacía yo allí?

—Watanabe y yo nos parecemos en que ninguno de los dos buscamos que los demás nos comprendan —insistió Nagasawa—. En esto somos diferentes del resto de la gente. La gente se desvive buscando la comprensión de quienes les rodean. Pero yo no, y Watanabe, tampoco. No nos importa que los demás no nos entiendan. Pensamos que «uno» es «uno», y los «demás» son los «demás».

—¿Eso crees? —me preguntó Hatsumi.

—¡Qué va! —exclamé—. Yo no soy tan fuerte. A mí me importa que me entiendan. Hay personas a quienes quiero comprender y que quiero que me comprendan. Hasta cierto punto, pienso que es inevitable que el resto de la gente no lo haga. Ya me he hecho a la idea. Así que no me ocurre lo mismo que a Nagasawa, a quien no le importa que no le entiendan.

—Es lo mismo que yo decía. —Nagasawa tomó la cucharilla del café—. Muy parecido. Tan distinto como desayunar tarde o almorzar temprano. Comes lo mismo, a la misma hora, sólo difiere la manera de llamarlo.

—Nagasawa, ¿a ti no te importa saber si te comprendo? —le preguntó Hatsumi a Nagasawa.

—Me parece que no acabas de entenderlo. Si una persona comprende a otra es porque aquél es el momento propicio para que suceda, no porque ésta desee que la entiendan.

—O sea que cometo una equivocación cuando quiero que alguien me comprenda. Quiero que tú me comprendas, por ejemplo.

—No, no es una equivocación —respondió Nagasawa—. La gente lo llama amor. Este es tu caso, dado que quieres comprenderme. Pero mi tipo de vida es muy diferente al de la otra gente.

Hatsumi había despertado una parte de mí que llevaba largo tiempo durmiendo. Al darme cuenta, me sentí tan triste que se me saltaron las lágrimas. Ella había sido una mujer excepcional. Alguien hubiera debido salvarla.

Pero ni Nagasawa ni yo pudimos hacerlo. Hatsumi —como habían hecho muchos conocidos míos—, al llegar a cierto estadio de su vida, decidió sin más terminar con su existencia. Dos años después de que Nagasawa se marchara a Alemania, Hatsumi se casó con otro hombre y, pasados dos años, se abrió las venas con una cuchilla de afeitar. Fue Nagasawa quien me comunicó su muerte. Me escribió desde Bonn. «Con la muerte de Hatsumi, algo se ha perdido para siempre. Su pérdida es insoportablemente triste y amarga, incluso para mí.» Rompí la carta. Jamás he vuelto a escribirle.



Haruki Murakami, "Tokio Blues"