-Entonces, ¿qué
principio es ese que ha de vencernos?
-No sé. El espíritu
del Hombre.
-¿Y te consideras
tú un hombre?
-Sí.
-Si tú eres un
hombre, Winston, es que eres el último. Tu especie se ha extinguido; nosotros
somos los herederos. ¿Te das cuenta de que estás solo, absolutamente solo? Te
encuentras fuera de la historia, no existes. -Cambió de tono y de actitud y
dijo con dureza-: ¿Te consideras moralmente superior a nosotros por nuestras
mentiras y nuestra crueldad?
-Sí, me considero
superior.
O'Brien guardó
silencio. Pero en seguida empezaron a hablar otras dos voces. Después de un momento,
Winston reconoció que una de ellas era la suya propia. Era una cinta
magnetofónica de la conversación que había sostenido con O'Brien la noche en
que se había alistado en la Hermandad. Se oyó a sí mismo prometiendo
solemnemente mentir, robar, falsificar, asesinar, fomentar el hábito de las
drogas y la prostitución, propagar las enfermedades venéreas y arrojar vitriolo
a la cara de un niño. O'Brien hizo un pequeño gesto de impaciencia, como dando
a entender que la demostración casi no merecía la pena. Luego hizo funcionar un
resorte y las voces se detuvieron.
-Levántate de ahí
dijo O'Brien.
Las ataduras se
habían soltado por sí mismas. Winston se puso en pie con gran dificultad.
-Eres el último
hombre -dijo O'Brien-. Eres el guardián del espíritu humano. Ahora te verás
como realmente eres. Desnúdate.
(…)
-Te hemos pegado, Winston; te hemos destrozado. Ya
has visto cómo está tu cuerpo. Pues bien, tu espíritu está en el mismo estado.
Has sido golpeado e insultado, has gritado de dolor, te has arrastrado por el
suelo en tu propia sangre, y en tus vómitos has gemido pidiendo misericordia,
has traicionado a todos. ¿Crees que hay alguna degradación en que no hayas
caído?
Winston dejó de
llorar, aunque seguía teniendo los ojos llenos de lágrimas. Miró a O'Brien.
-No he traicionado
a Julia -dijo.
O'Brien lo miró pensativo.
-No, no. Eso es
cierto. No has traicionado a Julia.
El corazón de
Winston volvió a llenarse de aquella adoración por O'Brien que nada parecía
capaz de destruir. «¡Qué inteligente pensó-, qué inteligente es este hombre!»
Nunca dejaba O'Brien de comprender lo que se le decía. Cualquiera otra persona
habría contestado que había traicionado a Julia. ¿No se lo habían sacado todo
bajo tortura? Les había contado absolutamente todo lo que sabía de ella: su carácter,
sus costumbres, su vida pasada; había confesado, dando los más pequeños detalles,
todo lo que había ocurrido entre ellos, todo lo que él había dicho a ella y
ella a él, sus comidas, alimentos comprados en el mercado negro, sus relaciones
sexuales, sus vagas conspiraciones contra el Partido... y, sin embargo, en el
sentido que él le daba a la palabra traicionar, no la había traicionado. Es
decir, no había dejado de amarla. Sus sentimientos hacia ella seguían siendo
los mismos. O'Brien había entendido lo que él quería decir sin necesidad de
explicárselo.
(…)
-Me preguntaste una vez qué había en la habitación 101. Te dije que ya lo
sabías. Todos lo saben. Lo que hay en la habitación 101 es lo peor del mundo.
La puerta volvió a abrirse. Entró un guardia que llevaba algo, un objeto
hecho de alambres, algo así como una caja o una cesta. La colocó sobre la mesa
próxima a la puerta: a causa de la posición de O'Brien, no podía Winston ver lo
que era aquello.
-Lo peor del mundo -continuó O'Brien- varía de individuo a individuo.
Puede ser que le entierren vivo o morir quemado, o ahogado o de muchas otras
maneras. A, veces se trata de una cosa sin importancia, que ni siquiera es mortal,
pero que para el individuo es lo peor del mundo.
(…)
-En tu caso -dijo O'Brien-, lo peor del mundo son las ratas.
-Era un castigo muy
corriente en la China imperial dijo O'Brien, tan didáctico como siempre.
La careta le
apretaba la cara. El alambre le arañaba las mejillas. Luego..., no, no fue
alivio, sino sólo esperanza, un diminuto fragmento de esperanza. Demasiado
tarde, quizás fuese ya demasiado tarde. Pero había comprendido de pronto que
en todo el mundo sólo había una persona a la que pudiese transferir su
castigo, un cuerpo que podía arrojar entre las ratas y él.
Y empezó a gritar una y otra vez, frenéticamente:
-¡Házselo a Julia!
¡Házselo a Julia! ¡A mí, no! ¡A Julia! No me importa lo que le hagas a ella. Desgárrale
la cara, descoyúntale los huesos. ¡Pero a mí, no! ¡A Julia! ¡A mí, no!
Caía hacia atrás hundiéndose en enormes abismos, alejándose
de las ratas a vertiginosa velocidad. Estaba todavía atado a la silla, pero
había pasado a través del suelo, de los muros del edificio, de la tierra, de
los océanos, e iba lanzado por la atmósfera en los espacios interestelares,
alejándose sin cesar de las ratas... Se encontraba ya a muchos años-luz de distancia,
pero O'Brien estaba aún a su lado. Todavía le apretaba el alambre en las
mejillas. Pero en la oscuridad que lo envolvía oyó otro chasquido metálico y
sabía que el primer resorte había vuelto a funcionar y la jaula no había llegado
a abrirse.
George Orwell, "1984"