viernes, 6 de febrero de 2009

Recordando a Naoko

En las noches de insomnio me asaltaban diferentes imágenes de Naoko. No podía evitar que acudieran a mi memoria. En mi corazón, se habían acumulado demasiados recuerdos de ella. En cuanto encontraban una grieta, por pequeña que fuera, iban saliendo, uno tras otro, imparables. Fui incapaz de detener esa fuga.

Me acordaba de Naoko en aquella mañana de lluvia, con el chubasquero amarillo, limpiando el gallinero y acarreando el saco de grano. Recordaba el pastel de cumpleaños medio deshecho y el tacto de mi camisa empapada por las lágrimas de Naoko. Sí, aquella noche también llovía. Era invierno; Naoko caminaba a mi lado, con aquel abrigo de piel de camello. Ella siempre se sacaba el pasador del pelo y jugueteaba con él. Y siempre me miraba fijamente con aquellos ojos transparentes. Ahora llevaba una bata azul y estaba sentada en el sofá, con el mentón descansando en las rodillas.

Sus imágenes me golpeaban, una tras otra, como las olas de la marea, arrastrándome hacia un lugar extraño. Y en este extraño lugar yo vivía con los muertos. Allí Naoko estaba viva y los dos hablábamos, nos abrazábamos. En ese lugar, la muerte no ponía fin a la vida. Allí la muerte conformaba la vida. Y Naoko, henchida de muerte, allí continuaba viviendo. Me decía: «Tranquilo, Watanabe. No es más que la muerte. No te preocupes».

En ese lugar no me sentía triste. Porque la muerte era sólo la muerte, y Naoko era Naoko. «No te preocupes. Estoy aquí, ¿no es cierto?», me decía sonriendo. Sus gestos habituales serenaban mi corazón, me consolaban. Y yo pensaba: «Si la muerte es esto, después de todo no es algo tan malo». «Claro. Morir no es nada del otro mundo», me decía Naoko. «La muerte es la muerte. Además, aquí todo es muy fácil», me contaba en los intervalos entre una ola y la siguiente.

Pronto la marea se retiraba y me dejaba solo en la playa, impotente, sin un lugar adonde ir, con la tristeza envolviéndome como un manto de tinieblas. Solía llorar en esos momentos. De hecho, más que llorar, unas lágrimas gruesas brotaban como gotas de sudor.

Cuando murió Kizuki aprendí una cosa. Quizá me resigné a hacerla mía: «La muerte no se opone a la vida, la muerte está incluida en nuestra vida».

Es una realidad. Mientras vivimos, vamos criando la muerte al mismo tiempo. Pero ésta es sólo una parte de la verdad que debemos conocer. La muerte de Naoko me lo enseñó. Me dije:

«El conocimiento de la verdad no alivia la tristeza que sentimos al perder a un ser querido. Ni la verdad, ni la sinceridad, ni la fuerza, ni el cariño son capaces de curar esta tristeza. Lo único que puede hacerse es atravesar este dolor esperando aprender algo de él, aunque todo lo que uno haya aprendido no le sirva para nada la próxima vez que la tristeza lo visite de improviso».

Pensé en ello, noche tras noche, en mi soledad, oyendo el ruido de las olas y el rugido del viento. Vacié muchas botellas de whisky, mordisqueé pan, bebí agua de la petaca en mi larga marcha hacia el oeste, con la mochila dando bandazos a mi espalda y el pelo lleno de arena... día tras día de aquel principio de otoño.




Haruki Murakami, "Tokio Blues"

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