domingo, 12 de junio de 2011

Carretera perdida

Me encontraba en un vía crucis de duda e incertidumbre. Podría rememorar uno a uno los pasos que me habían llevado hasta ese punto, y enlazarlos como perlas de una larga cadena de acontecimientos, pero en aquel momento el aire a mi alrededor y en mi cabeza era demasiado espeso, casi sólido. Lo constreñía todo, en ese escenario el más sutil pensamiento quedaba presa de una vorágine autodestructiva, dejando sus ecos en una etérea explanada de silencio.

“¿En qué me he convertido?”, pensaba. Comencé a andar por una callejuela estrecha. Las farolas desprendían una luz tenue, dando a la ciudad un aspecto de otro tiempo, de otra vida. Aquello parecía una película de David Lynch. El sonido de mis pies al andar recordaba al tic-tac de un reloj de pared, acercándome lenta pero inevitablemente al encuentro de la medianoche. Inspiré fuertemente. El frescor nocturno se filtraba por cada uno de mis poros, renovándome por dentro y dejando salir una respiración pura y espaciada. Las calles estaban vacías, ni un alma deambulaba por sus aceras empedradas, nadie se deleitaba en las esquinas del pecado. Dejaba fluir el pensamiento y las imágenes se sucedían como un rollo de película: trajes, cortes de pelo, corbatas, zapatos impecables, un temple duro y melancólico, cortes de pelo, la mirada perdida, un apretón de manos firme, palabras sin fondo, chaquetas de lino, cortes de pelo, las arrugas premonitorias, los andares al estilo Henry Fonda, las colillas humeantes de un pasado incierto. Antes de todo aquello yo era un tipo bastante decente. Con las inquietudes, los ideales, y las locuras de un hombre joven. Pero al crecer, uno se contagia del mundo, y el mundo se contagia de uno, y lo primero siempre suele prevalecer sobre lo segundo. Ahora caminaba por una avenida amplia, coronada por inmensos árboles a los lados, viendo el ir y venir de los primeros transeúntes, y mientras tanto fumaba un cigarro. El humo se desvanecía en la oscuridad como las últimas luces de un paisaje de invierno.

Por supuesto, también estaba ella. En todas las historias hay un “ella”. Con distinto color, o un matiz distinto en su fragancia. Con el pelo castaño y recortado, algo único en su atrevimiento, con la melena pelirroja al viento, en alardes de simpleza, o con los cabellos rubios, rayos de sol derramados en espaldas sin nombre. A veces más altas, y también más altivas, otras más discretas y aprensivas. Con bisutería, o sin ella. Con aromas de Chanel o con champús de hierbas. Con lo puesto o con lo estudiado. Con la rima o con el silencio. Cuanto más rara, cuanto más loca, mejor.

En esta historia, “ella” no tiene un rostro concreto. Ella es una sombra de lo que un dia fue. Una sombra sin hogar ni rumbo, difuminada por el pincel impreciso de mi memoria. Posiblemente una imagen en mi mente, o tal vez fue real en algún punto del camino. Puede que me limitara a juntar facciones de los incontables rostros que han pasado por mi lado, día tras día, esperando resolver un complicado rompecabezas del que ahora no puedo salir. Y cuando veo próximo el final, cuando las piezas cobran forma, necesito deshacerlo todo y volver a empezar. Siento que, si pongo la última pieza, si intento darle un sentido a todo, cometeré un terrible error. Y eso nunca podría perdonármelo.

Pero quizás sea mejor comenzar desde el principio.

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